Áreas de AC en pueblos con “espanto”

En un lugar de Cantabria, de cuyo nombre no quiero acordarme (mas que para no volver), había un área de AC de esas subvencionadas a petición del ayuntamiento, debido al “auge del turismo de autocaravana”. Hasta ahí, una iniciativa de agradecer, y mucho. Pero este pueblo escondía algo que recordaba a las cuevas de Platón, olía a alternaria y evocaba viajes en el tiempo.

No sé en qué escala evolutiva el tiempo se paró en este pueblo, pero los aldeanos parecían pensar más con esa zona del cuerpo que forma parte del nombre de su aldea. Al poco de estacionar, escuché a unos chavales (quizá neandertales, quizá cromañones) que “jugaban” a tirarse entre ellos diversas cosas. Escuché un ruido de cristales y, al asomarme sin dejarme ver (siempre es mejor observar a estas criaturas desde el camuflaje por distintas razones: para que no se asusten, no limiten su comportamiento por vergüenza, o –en este caso- por supervivencia para que no te ataquen), vi a un par asiéndose a las ramas de un árbol y coger el fruto para tirárselo a su compañero: típico comportamiento de nuestros antepasados primates (o, en este caso, de ellos mismos). No me preocupé en exceso. Pero, al salir de mi escondite cuando los especímenes abandonaron el lugar, pude comprobar que el ruido había sido efectivamente de cristales: había una botella rota en mil pedazos, desperdigados por el área y la zona de paso. Además, quedé atónita al ver un bolardo roto, supongo que arrancado con sus propias manos por aquellos neandertales, tirado en mitad del aparcamiento, a escasos 3 metros de mi furgoneta. No daba crédito.

Decidí salir a dar un paseo por el pueblo, para comprobar cuántos minutos tardaría en salirme de sus inmediaciones. Ya en la primera calle, dos mastodontes que custodiaban una de las cuevas salieron a nuestro encuentro por el mero hecho de transitar por delante. Los bichos en cuestión estaban atados (afortunadamente) a la pared de piedra de la vivienda; pero al fijarme mientras pasaba lo más rápidamente posible, comprobé que dicha sujeción no era más que una simple cuerda que podrían romper de un tirón si hubiesen querido. Por suerte, parecían ser más inteligentes que sus amos, y mostraron cierto respeto a la forastera que venía del futuro, junto con aquél animal tan guapo y noble que les quintuplicaba en inteligencia (a los amos, digo).

Seguimos avanzando, cada vez más a la defensiva. Mientras caminábamos, fui refunfuñando en voz alta: que vaya pueblo de cavernícolas, que vaya con las fieras que tienen aquí, dispuestas a devorarte por acercarte demasiado a su muro de piedra, etc. Un hombre salió de su choza (un caserón, todo sea dicho) y me observó sin camuflaje alguno, como sorprendiéndose de ese sonido que estaba yo emitiendo (el habla, supongo), siguiéndome con la mirada; y volvió a su cueva de lujo en cuanto cruzamos el puente. Nos adentramos después en una calle sin salida, donde al fondo se divisaba un sendero perfecto para evadirnos de tanto cavernícola (aunque hasta entonces sólo había visto a tres jóvenes primates y un espécimen sin catalogar). De pronto, la carroza de los Picapiedra se nos acercó a toda velocidad, casi ni pude divisar los pies desnudos y peludos saliendo debajo del vehículo. Aparté a tiempo a mi compañero de viaje, y mientras el homo se bajaba de su troncomóvil y echaba unas piezas de comida extraña a una vaca escuálida con tetas colgantes que se encontraba al otro lado de una valla, salió a nuestro encuentro desde la finca del flanco izquierdo otro animal prehistórico: algún mamut o algo parecido. Esta vez, eché de menos la fina cuerda con que sus congéneres estaban “atados” a la primera cueva que nos habíamos encontrado con evidencias de vida en su interior. El mamut se acercó a nosotros emitiendo gruñidos que no supe identificar, pero supuse que o bien estaba cerciorándose de que éramos comestibles, o bien estaba tremendamente perplejo ante imágenes que diferían tanto de las sombras proyectadas en sus cuevas. Me inclino por lo segundo, ya que no nos devoró; o quizá la tercera opción es que mi compañero (leal y menos peludo que ellos, pero más inteligente) supo hablarles con la postura y convencerles de que, aunque éramos inofensivos, en realidad teníamos mala hostia y nos defenderíamos hasta la muerte. Y al mamut no le salió a cuenta el esfuerzo.

 

Dimos media vuelta y huimos de aquella entrada al Infierno, donde ni el mismísimo Horacio se hubiese atrevido a guiar a Dante, y despotriqué más aún en voz alta: ¡serán catetos!, ¡pero cómo tienen sueltos estos animales a sus animales!, ¡qué mierda de pueblo es este anclado en la prehistoria! Eso sí, vaya cuevas guapas que se han construido, los muy cabrones.

Supongo que era un pueblo de terratenientes, con sus terrenos cultivados por esclavos a los que acabaron comiéndose vivos (hasta que descubrieron el fuego el año pasado), y cuya tierra ahora “trabajan”, y a cuyos animales ahora “cuidan” ellos mismos.

Así que nos volvimos a nuestra modesta cueva con ruedas para regresar cuanto antes al futuro, evitando la callejuela de los primeros mastodontes y eligiendo en su lugar la calle principal, por donde de pronto vimos pasar a más troncomóviles que habitantes tenía el poblado; y en donde nos topamos con el cementerio (lo más bonito del pueblo), ese lugar donde se respira la mayor congruencia que puedas encontrar en un sitio como este.

Atrancamos bien la puerta, y nos dispusimos a pasar la noche con la mayor relajación posible, sabiendo que en el área de AC superábamos en número a todos los cavernícolas y mamuts juntos que habitaban allí.

Eso sí, una cosa me preocupó durante toda la noche, y era que aquellos demonios del subsuelo podrían encerrarnos y practicar con nosotros la reciente habilidad adquirida de prender chispas chocando entre sí unas piedras. ¿Por qué, si no, se habrían molestado en construir una valla alrededor, con puerta, bordeando el área de AC?

Quizá me haya pasado con la comparativa, pero no veo normal que unos chavales se dediquen a tirar botellas y bolardos en mitad de un área (ni de ningún sitio, en realidad), o que en pleno siglo XXI deba andar con cuidado de no ser devorada cuando paseo a mi perro, o que aparezca un coche que se cae a cachos y esté a punto de arrollarte si no te da tiempo a reaccionar, ni que una pobre vaca pase más hambre que el cerebro de ese hombre que conducía.

Sí, muchas (o pocas) áreas de AC, pero vaya escenarios son en ocasiones estos aparcamientos, donde no sabes si es peor que te toque un vecino de AC (o furgo, o coche) cavernícola con ausencia total de educación y respeto, o dar con un pueblo de estos donde no sabes si pertenecen al pasado prehistórico o en realidad son una representación del futuro que nos espera.

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