Ruta del Destierro #5

Etapa 5: Berlanga de Duero – Atienza

52,9 kms, 3 horas 23 minutos, 1470 metros de desnivel acumulado.

Supongo que no soy el único que idealiza el final de cierto tipo de viajes como una experiencia casi catártica, ese momento en el que confluyen el gozo de alcanzar una meta por la que te has esforzado, con la satisfacción por el reto superado; el orgullo de sobreponerse a los reveses encontrados, con el momento en el que se pone punto y final a una idea que surgió quién sabe cuánto tiempo atrás. Desde luego, eso es lo que supongo que deben de sentir los peregrinos del Camino de Santiago cuando alcanzan el Monte do Gozo; o un poco más tarde, al encontrarse frente al pórtico de la Gloria. O eso es lo que creí ver el año pasado en el semblante de un ciclista, cuando miré a esa fachada invadido por la decepción de no ser yo quien había llegado hasta allí en bicicleta. Recuerdo verlo sentado en el suelo, ligeramente apoyado sobre la bicicleta, las piernas flexionadas y una mano asiendo la muñeca contraria por delante de sus rodillas, la mirada fija en el monumento que se erigía frente a él. Meditabundo, en sus ojos parecía estar rememorando los momentos que le habían llevado hasta allí, con esa satisfacción en el semblante de quien sabe que ha conseguido lo que se proponía. Todo lo contrario de lo que me sucedió a mí al llegar a Atienza terminando la Ruta del Destierro.

He de ser justo: no es lo mismo hacer el Camino de Santiago, que te puede tomar alrededor de quince etapas, que hacer la Ruta del Destierro, que se hace en cinco; incluso en alguna etapa menos, si tu estado de forma te permite afrontar jornadas de 75 kilómetros. Está claro que el desafío físico es mucho menor, y si quisiéramos comparar, deberíamos hacerlo teniendo en cuenta el Camino del Cid en su totalidad, no solo uno de los itinerarios que lo componen. Sin contar que, en mi caso, me salté una etapa, además. Pero ya no es solo que la diferencia de volumen le quitase cierto componente de épica al asunto, es que la quinta y última etapa llegó a provocarme cierto aborrecimiento al viaje. Sobre todo durante los últimos kilómetros.

Lo más curioso de todo es que el arranque de la etapa apuntaba a lo contrario, a que aquel iba a ser un día glorioso. El perfil dejaba bastante claro que los primeros 25 kilómetros eran en ascenso casi constante, interrumpidos por algún tramo ligeramente favorable al principio. Se pasaba desde el punto más bajo del día, a 975 metros de altitud, hasta los 1384 metros en el kilómetro 23. Apenas son 450 metros de diferencia, un simple cálculo (diferencia de altura en metros x 100 dividido por metros en los que se extiende el desnivel, o lo que es lo mismo en este caso: 450 x 100 dividido entre 22900) nos daría un desnivel medio de 1,9%. Vamos, que picaba para arriba, sí, pero tampoco tan duro como podría parecer en el perfil. Sin embargo, ese desnivel no era constante, sino que a pequeñas subidas de un desnivel que en alguna ocasión llegó a los dobles dígitos, le seguían tramos más llanos. En el fondo, no dejaba de ser la constante de todos los días anteriores. Pero cuando hablamos de esa constante, hay que tener en cuenta la gran cuestión definitoria de este viaje, el terreno.

Nada más salir de Berlanga de Duero había un primer repecho seguido de su correspondiente bajada que terminaba justo en la entrada de un pequeño bosque. Y ahí fue donde se complicó el terreno y entré en la parte más épica y, desde luego, la parte más bonita de todo el viaje. En este bosque el camino se convertía en un sendero de hierba y piedras, ralentizando el avance puesto que, a lo mejor, el desnivel de un tramo podía estar en un 3%, pero el terreno te obligaba a remontar y navegar por encima de las piedras y rocas que conformaban el camino. Esto se traducía, a su vez, en que la velocidad de avance ni tan siquiera alcanzaba los 10 kms/h. Si le unimos también la fatiga que llevaba del resto de etapas y lo mal que duermo en la furgo, lo dejaremos en que tampoco me encontraba pletórico, convirtiendo aquello, una vez más, en tratar de avanzar poco a poco y sobrevivir como pudiera. En un momento en el que tuve que echar pie a tierra tras quedarme encallado al no poder remontar una piedra, le envié un whatsapp a Esme con la advertencia de que, al ritmo que avanzaba, no tenía ni idea de cuánto podía tardar. Y es que tras cincuenta minutos apenas había avanzado nueve kilómetros. Eso sí, me encontraba en la parte más bella por la que había pasado en los últimos días, un tramo que me recordaba a esa bicicleta de montaña de la vieja escuela que tanto me gustó en su día, avanzando por estrechos senderos, entre piedras y muretes que apenas te dejan espacio para progresar, con la vegetación rozando tus flancos, perdido en mitad de quién sabe qué lugar de la naturaleza. Era pleno gozo dentro del sufrimiento que suponía avanzar. Estaba pletórico, exultante, pensando que si toda la etapa final iba a ser así, bien había merecido la pena esta experiencia. ¡Qué poco duró!

Y es que, apenas unos cientos de metros después de haber enviado ese whatsapp abandonaba aquel bosque y el espacio comenzaba a abrirse en amplios páramos. Unos cientos de metros de carretera me condujeron hasta el pueblo de Brías, que pese a contar con un buen número de edificaciones, apenas afirma tener 17 habitantes registrados. En el pueblo hay una gran iglesia barroca de finales del siglo XVII y un palacio renacentista. Dejándolo atrás, apenas un par de kilómetros después llegaba a Abanco, pueblo en el que los últimos registros anunciaban que apenas contaba con un único habitante. Resulta complicado describir la sensación que deja enterarte a posteriori de estos números, sobre todo teniendo en cuenta que incluso un núcleo que a todas luces debía resultar pequeño en sus tiempos de esplendor, cuenta con una imponente iglesia, la de San Pedro Apostol, que para nada es medieval, pues se terminó de construir en el siglo XVIII. ¿Cómo pasan, sitios así, de recibir la financiación suficiente como para levantar una iglesia de ese porte a contar apenas trescientos años después con un solo habitante registrado? Esa es una de las caras más bonitas de iniciativas como el Camino del Cid, que devuelven la vida, aunque sea momentánea, a sitios como este. 

 

Por mi parte, viendo que tras una hora y cuarto apenas había cubierto 15 kilómetros y que ya había tenido que tirar del bidón de agua más de la cuenta, decidí parar a rellenar en la fuente que había a la salida del pueblo. Quiso la casualidad que allí se encontrara otro ciclista que también estaba realizando la ruta, solo que en sentido contrario. Comenzamos a hablar y me hizo una enorme gracia cuando este compañero comenzó a quejarse con amargura del estado del firme. Me contó que no había salido de Atienza, que era a donde yo me dirigía, sino de un pueblo cercano, que llevaba varias horas pedaleando y que su intención era llegar a Burgo de Osma antes de comer, pero que el estado del firme le había ido retrasando y drenando las fuerzas, que había metido bastante presión en las ruedas porque esperaba que todo fuese pista compacta y rodadora pero que, sin embargo, todo eran piedras sueltas que se le iban clavando y estaba loco por llegar a alguna carretera para continuar por asfalto. Me hizo gracia porque su relato de una sola etapa confirmaba la causa de las mayores penurias que pasé yo durante las tres etapas que había completado hasta ese momento. Nos dimos unas indicaciones de lo que nos esperaba mutuamente y me advirtió de que había un tramo de subida hormigonada del veintitantos por ciento. ¡Madre mía, lo que puede cambiar la percepción de un perfil de Komoot respecto a la realidad! A mí no me aparecía ninguna subida tan dura en el perfil…

Tras despedirnos, continué adelante por la misma pista, que tras apenas tres kilómetros me dejaba en un páramo desolado en el que la subida comenzaba a endurecerse, llegando a los dobles dígitos. A esto hay que unir que, de repente, el cielo se nubló y comenzó a soplar un viento que, sin ser excesivo, resultaba bastante molesto. Al alcanzar la carretera este viento me daba por completo de cara. Sería la primera ocasión en esta jornada en la que pensaba que el espíritu de Rodrigo pretendía no dejarme salir de sus tierras. Acabé rozando los 1400 metros de altura tras 23 kilómetros recorridos desde que saliera de Berlanga de Duero y casi dos horas de ruta; y después de un par de kilómetros de viento de cara que me resultaron agónicos, tanto psicológica como físicamente, pues rondaban en todo momento los dobles dígitos de desnivel. La verdad es que los números tenían muy mala pinta. Era cierto que llevaba más de un 40% de la ruta del día y que el grueso de la subida ya lo había superado, pero recordando cómo habían sido las etapas anteriores y lo que me había dicho este hombre en Abanco, tampoco me daba la sensación de que el terreno supuestamente más favorable que debía de esperarme en pocos kilómetros me permitiera avanzar con facilidad. Menos mal, eso sí, que en ese punto la carretera volvía a poner rumbo sur, con lo que el viento ya no venía de cara, y comenzaba una bajada de cuatro kilómetros que me llevaba a Retortillo de Soria, donde, pese a que registra apenas 85 habitantes, las fechas vacacionales lo habían llenado de vida.

Retortillo está enclavado junto a la Sierra de Miedes, que es por donde el Cantar dice que el Cid entró en Guadalajara al noveno día de su destierro. Por tanto, era villa fronteriza, lo que queda patente en su perímetro amurallado, que cobija una iglesia gótica. Esta iglesia se erige junto a una de las puertas amuralladas que se conservan. Ahí es donde, agotado, decidí parar y sentarme en un banco a devorar las barritas que llevaba de comida. Había cubierto 27 de 52 kilómetros y, observando el track, me esperaban, todavía, una subida para cruzar de Castilla a Castilla y luego una nueva subida corta con la que desembocaría en Atienza. Entre ambas el terreno era, en teoría, favorable… pero ya me conocía yo cómo se las gasta este Camino. Frente a mí, mientras comía barritas energéticas en aquel banco, arrancaba una subida por carretera que yo intuía que me traería de vuelta el sino funesto del ciclista: subida dura y laaaaarga; así que decidí tirar de gel antes de lo que había acostumbrado. El caso es que me equivocaba, y al volver a subirme a la bicicleta y reemprender la marcha me di cuenta de que el track me llevaba por otro sitio a mis espaldas. ¡Aleluya! ¡Me he librado de la subida! ¿Me había librado? ¿Qué es eso? ¡No me jodas que tengo que tirar por ahí? Y es que, si recordáis la subida hormigonada del veintitantos por ciento que me había dicho el compañero que me encontré en la fuente unos kilómetros atrás, este era el punto en el que me esperaba dicha subida, agazapada para sorprenderme con la guardia baja. El inicio no es que fuera tampoco exagerado, pero no tardaba en acentuarse hasta llegar a un punto en el que sí, debía de alcanzar al menos el 20%. La verdad es que no lo puedo asegurar, porque cuando vi que aquello alcanzaba el 16%, cansado como estaba y bastante tocado moralmente, amén de no poder asegurar tampoco cuánto más me iba a engañar el perfil de la etapa decidí, para no quedarme sin fuerzas, bajarme de la bicicleta y seguir a pie. Eso sí, tengo que admitir que 500 metros, como había dicho el colega, eso no tenía. En todo caso el total de este Kapelmuur serían 500 metros, pero la parte de mayor porcentaje no creo ni que llegase al centenar de metros. Ahora, a toro pasado, puede parecer ventajista decirlo, pero creo que si hubiera apretado los dientes y lo hubiera intentado, habría conseguido subir aquello, porque creo que me dejé vencer más por el miedo escénico del comentario del hombre este de la fuente que otra cosa.

Después de subir de nuevo sobre el sillín, el camino acababa desembocando en, ¡oh, sorpresa! la misma carretera que había visualizado mientras me comía las barritas. No estoy muy seguro de que el ascenso por asfalto hubiera sido menos acusado, porque al final la altura alcanzada era la misma y me da la sensación de que el tramo por la carretera cubría una distancia menor, con lo que lo más seguro es que incluso el desnivel fuera más abrupto en la carretera. El caso es que esos estaban siendo los últimos centenares de metros que recorría por Castilla y León, puesto que menos de dos kilómetros después entraba en Castilla la Mancha y la provincia de Guadalajara, coronando el Alto de la Carrascosa, a 1.380 metros de altura, apenas ochocientos metros después. Tras esta cima llegaba, por fin, la bajada, que aunque yo no me fiaba de que no fuera a sacarme de la carretera y a meterme por algún camino quebrado que no me permitiera avanzar ni descansar, lo cierto es que me permitió quitarle ocho kilómetros a la ruta en un santiamén y bajar desde los 1380 metros hasta los 1080, mientras dejaba detrás Miedes de Atienza. Este pueblo, que en la actualidad cuenta con sólo 54 habitantes, cuenta con su obligatoria iglesia monumental, aunque construida, como en el caso de pueblos anteriores, en el siglo XVIII. Insisto en que todo esto eran las tierras de Frontera en tiempos del Cid, y tal vez es por ese carácter fronterizo por lo que las iglesias que se conservan son modernas y no medievales. De hecho, según el Cantar del Mío Cid esto ya era territorio musulmán en el siglo XI.

Es curioso lo mucho que me había cambiado la cara en apenas veinte minutos, de estar penando y pensando en todo lo que me quedaba a que, en un santiamén, apenas me quedaran diez kilómetros por recorrer cuando alcancé Romanillos de Atienza. La despoblación continúa golpeando fuerte en este pueblo que apenas tiene censados 32 parroquianos. Pero aquí sí, la iglesia, de San Andrés Apóstol, es medieval. Del siglo XIII, concretamente, aunque ha sido remodelada durante los siglos posteriores. Aunque no es el único vestigio histórico que queda en el pueblo, puesto que en el término municipal pasan los restos de la calzada romana que iba desde Segovia a Tiermes.

Como digo, la cara me había cambiado bastante durante el descenso. Sería porque en esta ocasión le había dado más tiempo al gel energético para hacerme efecto, o sería por estar ya a apenas diez kilómetros, el caso es que me sentía fuerte. Sin embargo, y aunque entre Miedes y Romanillos el firme se había presentado en bastante buen estado, al salir de Romanillos me esperaba un camino prácticamente recto durante seis kilómetros que iba ascendiendo hasta remontar algo más de cien metros. Cien metros en seis kilómetros no es nada, que conste, pero el grueso de la ascensión estaba metido en la mitad de esos tres kilómetros, y aunque sigue sin ser un desnivel remarcable, aquel tramo se convirtió en el más pestoso de las cuatro etapas que había realizado. Si hasta entonces todos los días me había encontrado un firme que no permitía a las ruedas de la bicicleta rodar libremente, lo que me encontré en esos kilómetros superó todo lo visto antes. Era como rodar por una playa de guijarros muy pequeños. Sumando, además, que cuando desaparecían los guijarros comenzaban bancos de arena de esos en los que se te hunde la bici. Basta el dato de que desde Romanillos hasta Atienza tardé 56 minutos, para cubrir apenas 9700 metros, siendo casi 4000 de esos metros en ligera bajada, un poco más acentuada al salir de un minúsculo bosque que atravesé y que estaba justo frente a Atienza. En una de esas bajadas, en el kilómetro 45, alcancé algo de velocidad justo antes de adentrarme de lleno en un banco de arena que acabó deteniendo mi bicicleta. Tal era el banco de arena que, tras bajarme de la bici, esta se había quedado de pie. Parecía que el espíritu del Cid pusiera todo de su parte para no dejarme marchar, que quisiera que me quedase entre sus huestes. Todo este lento rodar dantesco lo único que consiguió fue que creciera más y más la sensación de hartazgo que tenía por esta ruta. Cuando finalmente salí del bosquecillo, arrancó una última bajada que me dejó a los pies de Atienza, a la que ahora tocaba ascender, pues ya sabemos que, en el ciclismo todo lo que baja, sube, y todo lo que sube, sigue subiendo. Último esfuerzo ya, por fin. Y última tortura, porque pasar ascendiendo por delante de esos asadores que tienen en ese pueblo, con el olorcito a sabrosa carne a la brasa y al horno, tuvo algo de castigo griego.

Y así llegué a donde me esperaban Esme y Mulder con la furgo, poniendo el punto y final a mi primera ruta multietapas. He de reconocer que no había sido la experiencia que yo esperaba. Tanto por la ausencia de estado de forma, como por los cambios de climatología y factores como el estado del suelo, lo cierto es que no disfruté nada; ni tampoco se cumplieron mis expectativas. Incluso tuve la certeza de que esto había sido el final del Camino del Cid para mí. No parece que haya en esta ruta nada que me atraiga de nuevo, a continuar con los siguientes tramos. Aunque, claro, relativamente cerca de Atienza está Sigüenza, y yo corrí en mis tiempos por allí y sé que el terreno no tiene nada que ver y que era precioso, y por ahí para el siguiente tramo del Camino del Cid, Tierras de Frontera. Así que, quién sabe si…